EL ESCRITOR COMPULSIVO

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El gran Gustavo Adolfo Bécquer

EL ESCRITOR COMPULSIVO

El escritor compulsivo soy yo, Alberto Bellido y este es un blog dedicado a mi mayor afición, a mi mayor pasión: El cine, el séptimo arte.

En el blog los visitantes podrán leer y comentar diversos artículos así como guiones de todos los géneros redactados por mí y sus memorias de realización, es decir, las diferentes intenciones que me guiaron en el momento de crear cada historia.

Espero que todos disfrutéis con mi blog.

Un afectuoso saludo.

lunes, 23 de mayo de 2011

RELATO DE "LA TRAGEDIA DE SANABRIA".

RELATO: “LA TRAGEDIA DE SANABRIA”.

“Durante el verano del dos mil nueve, en la Comarca de Sanabria, en la que está enclavado el famoso lago que le da nombre, sucedió un hecho insólito y extraordinario. Verdaderamente, fue un verano muy difícil de olvidar el de aquel año, sobre todo por el clima tan bochornoso que hacía.  
Cierto día del mes de julio, a uno de los rincones del lago, que más se asemejaba a lo que es una playa, desembarcó un grupo de ingleses, formado por dos chicos y dos chicas. Salieron del coche alquilado que les había llevado hasta allí, y estuvieron inspeccionando un buen rato el lugar. Después, abrieron el maletero, y de sus mochilas sacaron unas toallas de baño, que no tardaron en extender sobre la superficie arenosa. Acto seguido, se despojaron de su ropa, sustituyéndola por bañadores y biquinis. El más atrevido de ellos, llamado Michael, instigado por la curiosidad, se acercó a la orilla del inmenso lago para averiguar si el agua estaba a una temperatura propicia para darse un baño. Se arrodillo y sumergió su mano derecha hasta el fondo, pero volvió a sacarla con  rapidez, pues estaba helada. Michael no conseguía entender cómo el agua podía estar tan fría con el calor que hacía. Sin embargo, instantes más tarde, se percato de que siempre le habían dicho que las aguas lacustres eran mas frías que las de los océanos y las de los ríos. Retornó al sitio donde había dejado a sus compañeros que ya estaban, literalmente, tostándose al sol y, al igual que ellos, se puso boca abajo, encima de su toalla. Transcurrieron varias horas y el calor se fue haciendo cada vez más intenso. Este era, sin duda, el indicador más claro de que se acercaban el mediodía.  Los cuatro decidieron esquivar los perniciosos efectos solares aplicándose crema bronceadora en sus blancos cuerpos.
Y cuando las manecillas del reloj señalaban las dos en punto, un ruido ensordecedor sacó a los turistas ingleses del particular nirvana en el que se habían introducido. El causante de aquella perturbación era una furgoneta de color azul que fue a estacionar justo al lado de donde estaba ubicado su coche. Las puertas se abrieron y del vehículo recién llegado salieron dos chicos y dos chicas. Por su cabello y tez oscura, rápidamente dedujeron que eran españoles. Dicha sospecha quedó confirmada cuando uno de ellos abrió la boca, iniciando una eficaz verborrea. “¡Hola, quillos! ¿Cómo estáis? ¿De dónde sois? Porque, si no me equivoco, ¡Vosotros no sois españoles! ¡Nosotros somos andaluces, sevillanos más concretamente! ¡Yo me llamó Antonio, y ellos son Rafael, María y Sara! Vosotros sois,..., ¿De Londres quizás? ¿O de Oxford?”. Perplejos y asombrados, pues ellos eran más bien parcos en palabras, los ingleses fueron incapaces de articular palabra durante un par de minutos. Por fin, Michael, respondió, chapurreando con su peculiar castellano. “No somos de Oxford ni de Londres, sino de Reading, que es una ciudad más bien pequeña, pero donde se celebra un famoso festival en verano. Yo me llamo Michael, y ellos son Richard, Catherine y Michelle”, concluyó Michael. “Bien, bien, ¿Qué tal está el agua?”, preguntó Antonio cambiando de tema, “A nosotros nos apetecía darnos un baño”, continuó. “Pues supongo que se habrá ido calentando porque cuando llegamos, comprobé que estaba muy fría, incluso helada. “Claro que eso ocurrió a primera hora de la mañana”, replicó Michael. “Bueno”, intervino Rafael, “Al menos hemos llegado a la hora de la comida, luego ya tendremos tiempo de sobra para poder bañarnos. A propósito, ¿Cómo sabéis tanto español?”, preguntó. “Porque hemos estado varios años acudiendo a los cursos de verano organizados por la Universidad de Salamanca”, respondió Catherine. “¡Ah, es verdad, de Salamanca!”, exclamó María, ¡Es cierto, chicos! ¡He oído y leído que esos cursos para extranjeros son realmente buenos!”, remató. “¿No os importa que os hagamos compañía, verdad?”, preguntó Sara. “¡Desde luego que no!”, saltó Michelle. Los cuatro andaluces se volvieron a meter en la furgoneta para cambiarse la ropa de excursionistas por la suya de baño. Cuando volvieron a salir de la furgoneta, se produjo una curiosa circunstancia. Las miradas de los chicos españoles, ávidos de conquistas amorosas foráneas, se clavaron en las chicas inglesas, que estaban ataviadas con unos minúsculos biquinis. Por su parte, los chicos ingleses no podían tampoco dejar de escudriñar, boquiabiertos, la rotundidad de las formas y curvas poseídas por las chicas españolas. A continuación, los ocho jóvenes se tumbaron sobre sus respectivas toallas, conformando una hilera perfectamente alineada. Una hora más tarde, resolvieron que había llegado la hora de comer y, como si se conocieran de toda la vida, los dos grupos intercambiaron los manjares que habían llevado a tan singular lugar. Todos se pusieron de acuerdo en alabar la excelencia de la comida española, destacando las deliciosas tortillas de patatas preparadas y aliñadas por María y Sara, en clara contraposición respecto a la pésima reputación de la gastronomía inglesa.  Tras un copioso y bien aprovechado banquete, todos cayeron víctimas de la más tradicional de las costumbres españolas, la siesta. Un par de horas más tarde, Richard fue el primero en desperezarse, acción que consiguió contagiar al resto de sus compañeros. E, igualmente, fue el primero en zambullirse en las aguas del lago, que por fortuna ya se habían calentado, para poder disfrutar de un tonificante y relajante baño. Fue en ese momento cuando empezó la auténtica diversión del día. Sería complicado distinguir cuál de ellos se lo paso mejor, entre la ininterrumpida secuencia de  ahogadillas y juegos náuticos que encadenaron los ocho. Los mencionados juegos provocaron un aumento de la afectividad en los ocho, sin distinción de nacionalidades. El último en salir del agua, ya anocheciendo, fue Antonio, que se dio un postrero baño, mientras que los demás yacían encima de sus correspondientes toallas, con gotas líquidas impregnando y corriendo furtivas por sus cuerpos. “¡Es la hora de cenar!”, exclamó triunfante Antonio, dirigiéndose a sus compañeros. Enseguida, sin solución de continuidad, se encaminó hacia la furgoneta y saco de la misma un par de amplias bolsas que contenían unas botellas de calimocho, que estaban frías por la acción de los hielos que había en su interior, así como costilla, chorizo y panceta, listas para ser pasadas por la parrilla. Rafael, por su parte, se incorporó, colaborando con Antonio, y sacando del vehículo un par de parrillas. “Bueno, jovencitos ingleses”, dijo Antonio con una amplia sonrisa dibujada en su rostro, “No sé si sabréis que para hacer una buena barbacoa es necesario, e incluso yo diría que obligatorio, juntar astillas y hacer una fogata decente. ¡Así que ya sabéis! ¡Debéis reunir la mayor cantidad de madera posible! Como dijo un cómico del que no me acuerdo su nombre, “¡Más madera que es la guerra!”. Todos sonrieron, pero conscientes de la tarea que se les avecinaba, se levantaron y comenzaron a escudriñar los alrededores buscando leña. Pero Antonio volvió a interrumpirles con un interrogante dirigido a los ingleses. “¡Esperen! ¡Ustedes, Michael y compañía! ¿Qué tienen planeado hacer mañana?”. “Bueno”, contestó Michael, “En realidad teníamos pensado darnos un baño por la mañana y después ir hasta un pueblo llamado Ribadelago. En la agencia de viajes nos explicaron que es el pueblo más conocido de esta zona de España. Más tarde, como nos dejaron tan intrigados acerca del lugar, nos metimos en Internet para contar con más información. Pero lo que más nos inquieto, fue descubrir que hace cincuenta años, una riada, provocada por la rotura de una presa próxima al pueblo, dejó a éste anegado y sepultado por la furia de unas aguas. El pueblo quedo prácticamente destruido, y los escasos supervivientes que se salvaron, quedaron conmocionados para el resto de sus vidas”, finalizo Michael. “¡Ah, eso es cierto!”, exclamó Rafael. ¡La célebre tragedia de Ribadelago! ¡Mis abuelos me contaron la historia! Como bien has dicho, ocurrió hace ya cincuenta años. ¡Ellos me dijeron que fue espantoso!”. “¡Bah, no sería para tanto!”, rechazó Antonio. Éste se quedo pensativo durante unos instantes, mientras que los demás guardaban silencio. Luego, volvió a retomar la palabra, planteando una proposición inesperada para sus compañeros. “Escuchad, ¿Por qué en lugar de cenar aquí, no vamos a ese pueblo? De repente, me ha entrado una curiosidad muy grande y también mucho morbo por saber qué se puede sentir pasándonos una juerga en un pueblo abandonado”, concluyó. “¡Oh no! ¡De ninguna manera! ¡Bajo ningún concepto”, bramó Rafael indignado. “¡Te has vuelto loco o qué, Antonio! ¡Es que acaso quieres ofender a los muertos! Si queréis, lo que podemos hacer es ir al pueblo nuevo de Ribadelago a dar una vuelta, para conocerlo, pero nada más. No quiero ni oír hablar de ir al Ribadelago antiguo”. “¡Es verdad!”, dijo una sorprendida Sara. “No habíamos hablado hasta ahora de que, en realidad, hay dos Ribadelagos.  ¡El pueblo antiguo y el nuevo! ¿Qué más sabes de Ribadelago, Rafael? ¿Qué más nos puedes contar? ¡Está visto que tu eres el más entendido en este tema!”, concluyó. “Lo que yo sé, Sara”, dijo Rafael, “es que Ribadelago como ya se ha dicho, fue inundada y destrozada por las aguas en enero de mil novecientos cincuenta y nueve. Por entonces, España estaba en plena Dictadura y, tras la catástrofe, el General Franco no tuvo más remedio que movilizar al ejército, y acabo construyendo, a no mucha distancia del anterior, un pueblo nuevo. A este pueblo lo bautizo, en un claro ataque de egocentrismo, Ribadelago de Franco. Se creyó que la causa por la que el pueblo antiguo quedo arrasado, fue su ubicación inadecuada en una ladera. La mayoría de los supervivientes no quisieron continuar viviendo en un sitio donde habían muerto sus allegados y seres más queridos, por lo que emigraron hacia las ciudades más cercanas. Sólo unos cuántos siguieron con su vida en la nueva localidad de Ribadelago. Sin embargo, los escasos habitantes del nuevo Ribadelago se convirtieron en personas muy supersticiosas, llegando a corre rumores tales como que  cada aniversario de la inundación, las campanas de la iglesia comienzan a sonar desde el fondo del lago. Las campanadas se interpretan como una señal de que nadie debe aventurarse por el pueblo antiguo de Ribadelago, pues los espíritus de los muertos pueden enfurecerse y matar a todos aquellos que demuestren ser incautos e ignorantes. Esto es todo lo que me han contado sobre Ribadelago mis abuelos”, concluye Rafael. “Que ya es bastante por otra parte”, replica bromeando Antonio. “Pero como tú bien has dicho, amigo mío”, continua Antonio, “todo eso que se cuenta por aquí no son más que supersticiones y rumores. Por lo tanto, creo que no deberíamos tener temor alguno en ir allí, ¿Qué pensáis?”, pregunta Antonio al resto. “Yo opino como Antonio, chicos”, dice María. ¿De que podemos tener miedo? Cualquiera en su sano juicio sabe que los fantasmas no existen. Y si queremos ir a visitar ese pueblo, que no sea el miedo a algo inexistente el que nos lo impida”, sentenció. Una vez que acabó María su exposición, se hizo un silencio que duró lo suficiente como para resultar incomodo. Finalmente, Catherine, en representación de los ingleses, apoya el punto de vista de Antonio y María. “Comparto vuestro punto de vista”. Antonio mira al grupo. Todos asintieron de modo afirmativo con la cabeza. Sólo Rafael se muestra disconforme con su iniciativa, pero por abrumadora mayoría no tuvo más remedio que plegarse al resultado de la votación.
Media hora más tarde, la furgoneta de los andaluces y el coche alquilado de los ingleses se desplazaban a velocidad creciente por una carretera comarcal. Un indicador les respaldó en su creencia de que habían elegido el camino adecuado para llegar a Ribadelago. Instantes más tarde, los chicos aparcaron sus vehículos en las afueras del pueblo nuevo de Ribadelago. No obstante, apenas pusieron pie en tierra, les salió a recibir el inquilino de la casa más cercana al lugar en el que habían estacionado sus vehículos. El lugareño en cuestión resultó ser un anciano de cabellos canosos y extensa barba blanca. Estaba provisto de un bastón y se quedó contemplando fijamente, con la mirada perdida, a los recién llegados, para después lanzarles una seria y amenazadora advertencia. “¡Se puede saber qué es lo que habéis venido a hacer aquí!”, vociferó. “¡Largaos! ¡En este pueblo no hay nada que ver! ¡Esto no es un parque de atracciones!”, concluyó enfurecido. A pesar de la áspera bienvenida, Antonio trató de ser lo más amable y educado posible. “Disculpe, señor. Por nada del mundo nosotros pretendíamos ofenderle. Estamos aquí porque nos dijeron que este pueblo tiene mucho atractivo turístico”. El anciano no tarda en responder a esta última afirmación aún mas encolerizado. “¿Quién ha dicho eso? ¡Eso es mentira! ¡Aquí cada vez somos menos! ¡Mis vecinos dicen que ven espectros y visiones que los atormentan todas las noches! ¡Ha sido este año cuando más gente se ha marchado a las ciudades! Pronto me quedaré aquí sólo, moriré y nadie se dignará a enterrarme”. El sentimiento huraño que dominaba inicialmente al anciano, dio paso a aquella última y terrible afirmación, envuelta en un halo de tristeza y pesadumbre desoladora. Los chicos se quedaron en silencio, muy impactados por lo que acababan de oír. Sara, por su parte, intentó consolarle. “Lo sentimos mucho, señor. De verdad que sentimos que lo esté pasando tan mal. Nosotros sólo queríamos visitar un rato el pueblo. Le prometemos que mañana por la mañana, como muy tarde, nos marcharemos y no volverá a saber nada más de nosotros. ¿No es así, chicos?”. Todos asintieron de forma respetuosa. El anciano reaccionó demostrando, por fin, una mayor flexibilidad hacia los chicos. “Está bien, está bien. Sea. Si queréis, podéis quedaros hasta mañana por la mañana. Pero necesito que sepáis que, si yo he pretendido disuadiros para que deis media vuelta y os vayáis por donde habéis venido, es porque no quiero que nadie altere la paz y tranquilidad que hay en este pueblo. También quería protegeros de peligros insospechados. Por encima de todo, no gritéis. Si lo hacéis, invocaréis a los muertos, éstos saldrán de sus  tumbas y pasaréis a formar parte de ellos. Dicho queda”, sentenció. El anciano se giró y se metió con celeridad en su casa. Nada más cerrar la puerta, se levantó una fuerte ventisca que sorprendió a los forasteros en grado mayúsculo por ser plena época estival. Los chicos, debido a la intensidad del viento, avanzaron con dificultad, pero también con determinación y sin pausa, hacia la Plaza del pueblo, que es donde estaba situado el único bar que había en el pueblo. Cuando los chicos entraron se dieron cuenta de que todas las personas que hay allí congregadas eran mayores de cincuenta años, es decir, que no había ni jóvenes, ni niños. Los lugareños los miraron extrañados, reflejando una enorme palidez en sus rostros. Y, tras unos instantes, sin mediar palabra, salieron del bar como si éste se tratara de un barco del que huyeran las ratas a causa de un naufragio. Los chicos se quedaron solos con el dueño del bar que, curiosamente, era el más joven de los habitantes de aquel insólito pueblo. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años. Como contraste a la actitud hostil del resto de los lugareños, saludó con afabilidad a los chicos. “¡Hola, chicos!”, exclamó sonriente. “¿Qué tal estáis? ¡Bienvenidos a Ribadelago! ¿Qué es lo que queréis de beber?”. Antonio fue el que respondió. “Hola, señor. ¡Vamos a ver! ¡Esto no lo entiendo! ¿Por qué se han marchado todos nada más vernos entrar? ¿Me lo puede usted explicar?”. “¡Bah, no hay que preocuparse, chico!”, exclamó el dueño del bar.
Y continuó tratando de quitarle importancia a la salida precipitada de su bar de los habitantes del pueblo. “Lo que les pasa es que no les gustan nada los forasteros, están muy metidos en su vida y a cualquiera que venga del exterior lo perciben como una amenaza. La verdad es que, hace unos años, venían más visitantes, pero hará más o menos un año que no ha vuelto a venir nadie por aquí. Debe ser que la mala fama que siempre ha tenido Ribadelago por las provincias de los alrededores se ha extendido por todo el país. Sí, debe ser eso. En efecto. ¡Y vosotros!”, proclamó. “¡No os habréis perdido, verdad? ¡Jajaja!”, remata el dueño del bar con una risotada. “Pues no llego a comprenderlo, señor. ¿Qué es lo que tiene de malo venir desde cualquier ciudad de España a visitar este pueblo?”, preguntó Michael. “¡Jajaja!”, volvió a reír el dueño del bar. Apostaría toda la bebida que hay en este bar a que tú eres inglés. “¡Bueno, bueno! ¡Qué tenemos aquí! ¡Un hijo de la Gran Bretaña! Para ser de allí, hablas muy bien el español. Bueno, queréis ir al grano de la cuestión, ¿No? Veréis, la causa por la que mis conciudadanos, mis vecinos rechazan a todo el que venga de fuera ya os la he dicho antes. No les gusta que vengan extraños porque creen que provocan a los espíritus, a las almas en pena de todos aquellos familiares que murieron hace cincuenta años en la tragedia de la inundación del antiguo pueblo de Ribadelago. ¡Pero yo no soy como ellos, chicos!”, exclamó. “Todo eso no son más que supersticiones que se les metieron en la cabeza y ya no hay quien se las quite. ¡Por eso nos hemos quedado aislados del resto de España!”, continua. ¡Aquí nos ha ocurrido como en Las Hurdes! Nuestro único contacto con el mundo exterior es la televisión”, finalizó. María, intrigada, le preguntó algo que tenía corroída su curiosidad. “¿Y por qué no hay niños ni gente joven en el pueblo? ¡Eso siempre da alegría y ambiente a cualquier lugar! ¡Por muy distante y alejado que éste se encuentre del resto del mundo! Por lo que hemos observado, es usted el más joven”. “Veréis, los últimos jóvenes que vivieron aquí, se marcharon hará ya un año a las ciudades de los alrededores, como Zamora, León, o las ciudades gallegas. Se fueron buscando una vida mejor que la que tenían aquí. Y la verdad es que estaban bien cargados de razón para irse. ¡Ellos no podían soportar por más tiempo a sus mayores! ¡Estaban muy hartos de escuchar las profecías con las que pretendían abducirles! Así me lo hicieron saber a mí, que era el más comprensivo con ellos. El estado de las cosas llegó a tal punto, que mi mujer, muy asustada, decidió marcharse con mis hijos a Zamora, que es donde viven mis suegros. Yo me negué a irme. En toda mi vida no he pasado jamás por cobarde, y tampoco lo iba a demostrar entonces.  Aguanto como puedo las profecías esotéricas que me dicen todos los días. Es más, me he acostumbrado a ellos, e incluso les cogido cariño. Lo suyo son como letanías religiosas”, dijo bromeando. “Lo único cierto y verdadero es que, desde hace un año, ninguno de los que se fue ha regresado”, sentenció. Michelle empezó de nuevo a sentir miedo y angustia, y formuló otra interrogante: “Pero,…. ¿Y qué profecías son esas?”. El dueño del bar habló, pero esta vez con menos alegría de la habitual en él. “Fue el anciano de la primera casa que hay nada más llegar al pueblo el que dijo a los de su generación, y a los de la posterior de la posterior, que en el espacio de un año algo terrible sucedería. No sabía explicar con certeza en qué consistía, pero que sería inevitable. Lo peor es que todos, viejos y jóvenes, le hicieron caso. Vaticinó que muy probablemente todos perecerían por una nueva inundación. Yo fui el único que no le hice ningún caso. Los jóvenes, muy asustados, se marcharon del pueblo sin dilación. Por el contrario, los viejos no mostraron en ningún momento intención de irse. Ellos saben que les queda poco vida por disfrutar, y están deseando reunirse con sus antepasados”. La inquietud de los chicos había aumentado de modo irrefrenable al escuchar las consecutivas revelaciones del dueño del bar. Éste, dándose cuenta de ello, decidió cambiar de tercio“¡Pero no vamos amargarnos por todo esto! ¿Verdad, chicos? ¡Veamos! ¿Qué es lo que queréis tomar? ¿Cerveza, vino, o quizás algún combinado?”, preguntó el tabernero, recuperando así su anterior simpatía. Antonio le replicó enseguida, dispuesto también a olvidar historias tan tristes, sustituyéndolas por la juerga y el desparrame. “Bueno, dado que somos ocho, pienso que lo más adecuado sería que nos sirvas cuatro jarras de cerveza y otras cuatro de vino con coca-cola. ¡Que nuestros amigos ingleses sepan qué es el calimocho y lo bueno que es!” “¡Eso está hecho, chico! ¡Por fin, ya era hora! ¡No sabéis el tiempo que llevo sin divertirme con gente joven! Bueno, miento, rectifico, sí lo sabéis, porque yo os lo he contado, ¡Un año! ¡Jajaja!”, concluyó el dueño del bar. Con diligencia, sirvió las jarras que había pedido Antonio, mientras que él, por su parte, se sirvió una copa de whisky con coca-cola. Transcurrieron dos horas de diversión, en las que se logró desterrar el miedo que había invadido a los presentes antaño. Durante dicho tiempo, una hilera de jarras de cerveza y de calimocho, se fueron alienado de forma creciente, a lo largo de toda la barra. El dueño del bar, embriagado, totalmente ebrio, al igual que sus interlocutores, se interesó por los cuatro chicos ingleses. “¡Y vosotros? ¿De dónde sois? ¿De Londres o de Manchester? ¡Porque esas son las dos únicas ciudades que conozco de toda Inglaterra! ¡Jajaja!”. Michelle, sonriente, respondió. “No, nosotros somos de Reading”. “¿Cómo? ¿De dónde? ¿De Read? ¿De Reading? ¡A mí eso me suena a leer o a lectura! ¿No es así? ¡Muy intelectual! ¡Jajaja!”. Nada más acabar de expresar sus exclamaciones, todos estallaron en una sonora carcajada. Y cuando las risas se fueron extinguiendo, Antonio tomó la palabra. “Por cierto, señor,…” El dueño del bar le interrumpió. “No, no me llames señor, que me haces parecer más viejo de lo  que en realidad soy. Llámame Feliciano. Venga, continua”. “Feliciano, ¿A cuánta distancia de aquí se encuentra el Ribadelago antiguo?”. Feliciano respondió con concreción. “A un kilómetro”. María, que no había olvidado los escalofríos previos, reacciona incrédula. “¡Qué! ¡No pretenderás que vayamos a ese pueblo fantasma! ¿Verdad, Antonio?”. Antonio le replicó con firmeza. “¡Pues sí! ¡Quiero ir hasta allí! ¿Pasa algo, María?”. Rafael, por su parte, secundo a  la chica. “Yo apoyo a María. Pienso que será mejor que no vayamos”. “¿Qué opináis los demás?”, preguntó Antonio. El resto de los chicos, cegados por la bebida y por un progresivo e inexplicable entusiasmo, llegaron a respaldar al unísono la sugerencia planteada por Antonio. “¡Sí! ¡Queremos ir!”. Feliciano, preocupado por quienes se habían convertido en sus clientes consiguió refrenar durante unos instantes su entusiasmo. “¡Esperad, chicos! ¡Es de noche! ¡No pensareis transitar por un pueblo destruido a oscuras! ¡Tomad! ¡Os presto unas linternas!”. Acto seguido, sacó cuatro linternas escondidas entre las botellas. Después, los chicos se despidieron de él, haciendo gestos descoordinados con las manos para, a continuación, dirigirse hacia la salida del bar. Feliciano les hizo una postrera advertencia en un tono claramente bromista y locuaz. “¡Hey, chicos! ¡Tened mucho cuidado con los espíritus y las almas errantes! ¡Absteneos de provocarlos!  ¡No sea que os vayan a absorber en medio del camino! ¡Jajaja!”.
Los chicos estuvieron caminando a trompicones durante un buen rato por un camino hasta que las luces de sus potentes linternas iluminaron el desierto y despoblado pueblo antiguo de Ribadelago. Una espesa niebla empezó a surgir procedente de las casas semiderruidas, cubriéndoles hasta las rodillas. Los chicos volvieron a quedarse paralizados, contagiándose de la tristeza que emanaba de un lugar tan desolado y castigado. De repente, el repicar de unas campanas, que parecían sonar desde una distancia indeterminada, quebró el silencio. Rafael, sabedor del miedo que invadía a sus compañeros, trató de ahuyentarlo con una broma. “¡Vaya! ¡Ahora es cuando tocan las campanas! ¡No podían faltar para amenizar nuestra estancia en un lugar tan idílico!”. Leves sonrisas iluminaron los rostros de sus siete compañeros de aventuras. Y Michael también hizo su particular aportación para que el grupo no se sintiera tan atemorizado. “Bueno, yo pienso que ustedes, los españoles, son muy liberales y divertidos, pero yo también, con esto que les voy a decir, quiero serlo. ¿Qué les parece si organizamos una orgía?”. “¡Cómo!”, exclamó Antonio. “¡Una orgía! ¡Bueno, bueno, bueno! ¡Seamos serios! Por lo que acabas de decir, deduzco que ninguno de los ocho estamos ennoviados, ¿No es así?”, preguntó dirigiéndose a los demás. Como réplica, todos negaron con la cabeza. “Vale”, continuó Antonio. “Sin embargo, sin embargo, hacer una orgía aquí me parece demasiado fuerte. Yo propondría una cosa más delicada y menos fuerte para no enfadar a los espíritus y almas errantes del lugar”, dijo en un tono inconfundiblemente irónico. “Haremos cuatro parejas. ¿De acuerdo? Y cada pareja se dirigirá a un punto cardinal del pueblo. Rafael se ira con Michelle, Richard con Sara, Michael con María, y yo con Catherine. ¿Estáis de acuerdo?”. Sus compañeros estaban demasiado alcoholizados como para negarse, por lo que todos asintieron con sus cabezas y unificaron su voz mediante un grito unánime y entusiasta. “¡Sííí! ¡Okey, Anthony!”. Las parejas formadas por Rafael y Michelle, Richard y Sara, y Michael y María, se fueron distanciando progresivamente del sitio donde estaban, encaminándose en dirección a sus respectivos destinos. Por su parte, Antonio y Catherine tuvieron la gran suerte de acceder a una de las casas que mejor habían soportado el paso del tiempo. Antonio enfocó con su linterna a todos los rincones, mientras que Catherine, asustada, se agarraba con fuerza a su brazo. Antonio intento que se calmara como buenamente pudo, con su acento y gracia andaluces. “¡Catherine, quilla, tranquila! ¡Qué me vas a dejar el brazo sin sangre! ¡Mira! ¡Observa la casa! ¡Así te olvidarás de ese miedo que no te deja ni respirar! ¡Qué curioso! ¡No parece tan destrozada como las demás! ¡Es más, está casi entera! ¡Y el suelo está muy bien para poder echar un polvete! ¡Parece que es de madera de buena calidad!”, sentenció Antonio. “¿No pasaremos frío, verdad, Antonio?”, preguntó Catherine. “No, mujer, no”, dijo Antonio. “Nos daremos calor el uno al otro”. “¿Tienes preservativo, Antonio?”, volvió a interrogar una aprensiva Catherine. “¡Por supuesto que sí!”, exclamó Antonio. “¡No te preocupes! ¡Que pronto vas a saber lo qué es un auténtico macho ibérico! La única pega es que lo vamos a pasar un poco mal para que acierte con la penetración. La luz que proyecta la linterna es insuficiente, y estamos casi en la penumbra”. Catherine se tumbó en el suelo, ayudada por la linterna que sujetaba Antonio, se quito las bragas, se subió la minifalda y abrió las piernas de par en par. Después, Antonio, que se había despojado de sus pantalones y su calzón, la penetró, exhalando ambos gemidos de intenso placer. Así estuvieron durante diez largos minutos, en los que los jadeos y las respiraciones entrecortadas fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Apenas cuando habían acabado de hacer el amor, oyeron unos alaridos y unos chillidos distantes, pero que a la vez les resultaban familiares. “¡Hay que ver, Antonio! ¡Ellos son mucho más escandalosos que nosotros!”, exclamó Catherine con una amplia sonrisa perfilada en su rostro. “¡Sí! ¡Hay que ver cómo son los cabrones! ¡Buenas noches, Catherine!”, dijo Antonio. Éste se aparta de ella, suspira profundamente y se echa a un lado. “Buenas noches, Antonio”, replicó Catherine. A continuación, los dos se quedan dormidos, ayudados, sobre todo, por la fenomenal resaca que estaban soportando sus cuerpos. Ocho horas más tarde, los rayos solares comenzaron a atisbarse e introducirse por el tejado semiderruido de la casa provocando, por su intensidad, que Antonio se despertará. Trató de que su cuerpo se enderezará, moviendo los brazos y las piernas de un lado a otro, y bostezando con ganas. Catherine yacía a su lado, dándole la espalda. Él empezó a darle codazos, pero la chica inglesa no respondió a sus provocaciones. “¡Vamos, Catherine! ¡Muévete! ¡Venga ya, no seas perezosa! ¡Que ya es de día!”. Antonio, irritado porque Catherine ni se dignaba a responder, ni tampoco se daba la vuelta, tiró del hombro de la chica, poniéndola boca arriba. Pero nada más ver la cara, su reacción fue de estupor y hondo horror. La chica había sido atravesada, mientras dormía, por dos estacas.
La primera clavada en la cabeza, y la segunda en el vientre. La sangre de Catherine se había extendido a toda la estancia y manchado las ropas de Antonio. “¡No, Catherine! ¡No! ¡Por el amor de Dios! ¡Respóndeme!”. Antonio, al ver que no podía hacer nada por su compañera, se levantó llorando y desesperado, desorientado y horrorizado, comenzó a gritar como un poseso, buscando el auxilio y el consuelo de sus compañeros. “¡Chicos, chicos! ¡Venid aquí! ¡Han asesinado a Catherine! ¡Y no sé quién ha sido!”. Pero como respuesta sólo obtuvo silencio. Salió de la casa y se dirigió al sitio donde la noche anterior se había despedido de sus compañeros. No podía dejar de evitar seguir sintiéndose confuso. Sus andares se asemejaban más a un zombi, a un muerto viviente, antes que a ninguna otra cosa. Un rayo de esperanza cruzó su mente, todavía afectada por el alcohol, cuando en el lugar del punto de encuentro, a trescientos metros, vio a sus compañeros tumbados en el suelo. Pensó que le estaba gastando una broma, pero nada más lejos de la realidad. Antonio se quedo helado, paralizado por un sudor frío que le recorrió todo el cuerpo, haciéndole temblar de los pies a la cabeza, cuando los observo a un par de metros. Sus seis compañeros restantes, también habían tenido la misma suerte que Catherine y, como ésta, tenían clavadas dos estacas, una en la cabeza y la otra en el vientre. La sangre que brotaba de sus destrozados cuerpos había conformado un enorme charco de sangre que había anegado la calle principal de aquel pueblo fantasma. La tensa quietud del ambiente se rompió a causa del viento, que comenzó a coger una velocidad endiablada. Por su parte, Antonio, invadido por una amargura indescriptible, se dio media vuelta y su sorpresa fue mayúscula cuando, de forma nítida, vio a un grupo de niños que lo estaban mirando fijamente. Todos ellos estaban ataviados con una sábana blanca, y de todos ellos surgieron sonrisas maléficas de tal envergadura, que cualquier mortal podría acertar al suponer que procedían del mismísimo demonio. No obstante, en un momento dado, dejaron de sonreír, y miraron a Antonio con infinito odio y desprecio. Entonces, le lanzaron una serie de proclamas amenazadoras. “¡Fuera! ¡Lárgate de nuestro pueblo! ¡Te hemos dejado vivo para que cuentes a todos aquellos que conozcas que no vengan a Ribadelago! ¡Esa es la misión que tendrás que asumir para el resto de tu vida!”. Antonio, atemorizado, se giró, para no ver más a aquellos espeluznantes niños fantasmales, cogió impulso y salió del pueblo dando fuertes y violentas zancadas. Pero, en un acto reflejo, se le ocurrió mirar hacia atrás y se quedo parado, fijo en un punto como una estatua. Horrorizado, vislumbró cómo los niños fantasmas se iban difuminando hasta desaparecer. Y, en el momento en el que se hicieron invisibles, el viento se aceleró hasta llegar a superar, en una serie de rachas consecutivas, una velocidad superior a los cien kilómetros por hora. E instantes más tarde, el agua invadió el pueblo. Antonio dedujo que la presa había vuelto a reventarse y que las fantasmales presencias infantiles son las que habían sido las causantes de la rotura. Curado ya de tanto espanto, Antonio tuvo la osadía de recriminarles a los niños espectrales sus actos, gritando a pleno pulmón. “¡Pero si sólo sois niños! ¡Cómo podéis tener tanta maldad! ¡Lo que habéis hecho es macabro y repugnante!”. Los niños, como réplica a sus palabras, volvieron a sonreír de modo maléfico. Antonio, impotente, giró la cabeza y reemprendió la huida. Estaba obligado a correr como un auténtico gamo, pues el viento resultaba cada vez más huracanado y enfurecido, y el agua le acechaba. Diez interminables minutos más tarde, Antonio entró en el pueblo nuevo de Ribadelago gritando, vociferando, conminando a sus habitantes que salieran de sus casas.  A los primeros que vio fueron a al dueño del bar, Feliciano, que había salido del mismo, y al anciano huraño. Fue Feliciano el primero que se dirigió a él. “Pero,…, ¿Se puede saber qué es lo que ha pasado? ¿Por qué vienes tu solo, chico?”. Antonio, visiblemente agotado, le respondió apremiante. “¡No hay tiempo para dar explicaciones! ¡Tenemos que irnos ya mismo todos de este maldito lugar o no lo contaremos!”. Feliciano se quedo rígido de espanto cuando vio que las aguas accedían al pueblo, invadiéndolo. Con un nudo en la garganta, por fin, acertó a decir. “¡Madre de Dios! ¡La presa ha reventado! ¿Dónde tienes tu coche?”. Mientras tanto, el anciano, que había salido de su casa al mismo tiempo que Feliciano del bar, apoyado en su bastón, contemplaba extasiado la inundación y los vientos huracanados que se estaban abatiendo sobre el pueblo. No tardo mucho en incitar a sus habitantes para que salieran de sus casas. “¡Vecinos, salid de vuestras casas! ¡Y contemplad lo bella y terrible a la vez que puede llegar a ser la naturaleza! ¡Han pasado cincuenta años desde la inundación de nuestro antiguo pueblo! ¡La llegada de estos forasteros la señal premonitoria que yo os indique para que se haya producido una nueva inundación! ¡Ahora no debemos huir! ¡Hemos de sacrificarnos y unirnos a nuestros familiares difuntos! ¡Es un sacrificio que os aseguro que no será en vano y ellos nos lo agradecerán! ¡Os prometo que seremos dichosos para toda la eternidad!”. La treintena de vecinos del pueblo, abducidos por las palabras del anciano, salieron de sus casas.
El anciano se dirigió a las aguas embravecidas, sin ningún temor ante la muerte y sabedor de las olas le iban a engullir. Y los vecinos, como si el anciano fuera un profeta que los guiará hacia la tierra prometida, se unieron a él. Por su parte, Antonio y Feliciano llegaron donde estaba estacionada la furgoneta del primero. Antonio se refirió  al anciano. “¡Ese hombre está loco! ¡Pobres desgraciados! ¡Los tiene hipnotizados! ¡Va a conseguir que mueran todos!”. Feliciano le dio la razón. “¡Ya lo creo que está loco!” “¡Pero no es el momento de perder el tiempo en lamentaciones! ¡Debemos salir de este infierno cuánto antes! ¡Rápido! ¡Gira con el coche y acelera!”. “¿Adonde iremos?”, pregunta Antonio. “¡A Zamora! ¡Necesito reencontrarme con mi mujer y mis hijos! ¡Vamos, apresúrate!”, grita. La furgoneta abandonó el pueblo, cogiendo velocidad enseguida gracias al empeño de Antonio. Atrás quedaron el anciano y su fiel rebaño de lugareños. Antonio y Feliciano todavía oían su potente voz. “¡Jajaja! ¡Venid a nosotros, aguas del averno! ¡Venid!”. A medida que fue pronunciando estas súplicas, sus ojos adquirieron un brillo nuevo y especial, pues divisó a los niños perdidos del antiguo Ribadelago. “¡Miradlos! ¡Los veis! ¡Son nuestros familiares, que vienen a buscarnos!”. El reaparecido grupo de niños sonrió de forma siniestra y, luego, se difumino hasta que se volvieron invisibles. Y, justo en el momento en el que desaparecieron totalmente, las salvajes y descontroladas aguas procedentes de la presa engulleron a los habitantes del pueblo.
Cincuenta años más tarde, un envejecido hasta el extremo Antonio, ya con setenta años,  sentado en un banco de piedra, de una de las calles de su localidad natal, Utrera, estaba rodeado de niños, que escuchaban con interés, de sus labios, una aterradora historia. “Y así fue, niños, cómo el dueño de aquel bar de Ribadelago y yo huimos de aquel espantoso desastre, salvando la vida”. Un niño, muy intrigado, preguntó por Feliciano. “¡Y qué paso con Feliciano?”. “Pues que reanudo su vida con su mujer y sus hijos. Nos mantuvimos en contacto, pero él siempre me contaba que padecía horribles pesadillas y contemplaba visiones angustiosas. Hasta que llegó un día que no pudo aguantar más la presión, y se ahorcó, dejando viuda a su mujer, y a sus hijos huérfanos. Lo que yo pretendo al contaros esta historia es que si este verano, alguno de vuestros padres, os quiere llevar de vacaciones a la comarca de Sanabria, no se lo permitáis”, concluyó tajante. En ese momento, el padre del niño que había preguntado, se acercó al corrillo de niños formado en torno a Antonio. “¡Eh, Rafael, hijo!”, exclamó, “¡Ven aquí! ¡Y vosotros, iros también a vuestras casas! ¡No hagáis caso de lo que os cuente un viejo chiflado como éste!”, sentenció. “¡No son tonterías!”, respondió indignado Antonio. “¡Yo sólo les estoy diciendo a los chicos que no deben permitir que gente como usted los lleve al lago de Sanabria! ¡Porque si lo hacen, morirán todos allí!”, finalizó airado. “¡Váyase al carajo, viejo! ¡Vaya a predicar a otro sitio! ¡Nosotros llevaremos a nuestros hijos adonde queramos de vacaciones! ¡Yo mismo llevaré al mío a ver el hermoso lago de Sanabria! ¡Sólo por fastidiarle a usted!”, proclamó el padre. “No sabe ni lo que dice ni lo que les espera. La frecuencia de las catástrofes naturales en la zona de Sanabria es cíclica. Se repiten cada cincuenta años, y este año toca. Nadie que vaya allí este verano regresará”, afirmó Antonio. “Quien no sabe lo que dice es usted. Lo único que está consiguiendo es asustar a estas pobres criaturas. ¡Vamonos, niños! ¡Y no se os ocurra acercaros más a este viejo! ¡Está loco y es peligroso!”, advirtió el padre. Los niños y el padre se marcharon, y la calle quedó desierta. Antonio agachó la cabeza, sacó un pañuelo y recogió con él las lágrimas que habían aparecido en su cara. Cualquier muestra de rechazo le hacía sentir especialmente vulnerable. Sin embargo, la felicidad retornó a su rostro cuando volvió a levantar la cabeza y vio frente a él a un niño que esbozaba una amplia sonrisa. “¿Quién eres, muchacho? ¡No te conozco! ¡Tú no eres de aquí!”, exclamó Antonio curioso. “Soy de un lugar lejano, muy lejano”, respondió el niño. “¿Y cuál es ese lugar? ¡Si es que puede saberse!”, replicó Antonio sonriente. “De Ribadelago. Soy de Ribadelago”. A Antonio se le descompuso instantáneamente el rostro al escuchar tan fatídica afirmación, y sólo acertó a decir lo siguiente. “¡Cómo! ¡No! ¡No puede ser! ¡Tú no puedes ser de allí! ¡Es imposible!”. En ese momento, el niño comienza a difuminarse, hasta convertirse en un espectro. Y, sin solución de continuidad, se transformó en el anciano que Antonio conoció cincuenta años atrás. “¡He venido a por ti, Antonio! ¡Han pasado cincuenta años desde que nos conocimos! ¡No podía desaprovechar la ocasión de absorber tu escasa energía! ¡Era preciso que lo hiciera antes de que murieras!”, exclamó el anciano. Antonio, desgarrado, empezó a gritar desaforadamente. “¡Nooo! ¡Desaparece de mi vista! ¡Maldito seas! ¡Hijo de Satanás!”. Pero no puede evitar que su decrépito cuerpo se difuminara a gran velocidad, pasando a formar parte del niño/anciano de Sanabria. Finalmente, el niño/anciano amenazó a todos aquellos que lo estaban viendo. “¡Y vosotros, desgraciados! ¡Dejad de mirarme o pasareis a formar parte de mí! ¡Jajaja!”.

FIN.

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